Una cierta escuela revisionista de los “Santos Evangelios” quiere que Judas Iscariote, el traidor por excelencia y emblemático de la cristiandad, sea visto desde una nueva óptica, que es la de un celoso guardián de la ley mosaica que, no duda en echarse el carro de condenarse por los siglos de los siglos amén, para que el hijo del hombre fuera crucificado y redimiera a la humanidad.
De modo que, no como “Judas, el traidor” debería ser estigmatizado este pío varón, sino celebrado como “San Judas”, ya que, sin su traición, ni usted ni yo viviríamos con la esperanza de sentarnos un día a la diestra, o a la izquierda del señor (si es que le place).
De todas maneras, cosas de otros tiempos y de otros mundos, de hombres y mujeres que, no hay dudas, vivían más en el cielo que en la tierra, quien sabe si para escapar a su terrible realidad.
Tres mil años atrás y cómo para pensar que eran abismos que no tendrían por qué repetirse y menos en circunstancias de que ya sabemos procurarnos una vida mejor.
Sin embargo, hoy en Venezuela, nuestro país, y mientras escribo estas líneas, no dejó de pensar que una réplica corregida y aumentada de Judas, un traidor, que no sigue líneas del Padre, sino de dos momias muy físicas, los dictadores cubanos, Raúl y Fidel Castro, tiene al pueblo pasando hambre, plagado de enfermedades, víctima del hampa y en espera de un redentor que no llega.
Auténtica monstruosidad en su especie, que es la de los traidores, ya que no sigue ninguna la ley, ni divina, ni histórica, ni humana, y no obstante, cumple a cabalidad el mandato de fieras que lo utilizan y hasta lo desprecian.
“Banalidad del mal” llamó Hannah Arendt el síndrome o fenómeno que consiste en hacer el mal por el solo placer de hacerlo.
Es por eso que digo que hasta Judas le quedó grande a Maduro.
Por Manuel Malaver / La Patilla