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¡DESGARRADOR! “Si no pagan se van”: el dramático relato de una familia venezolana que pasó un mes en la calle tras ser desalojados por falta de pago en Colombia

Lisbeth González es una venezolana que se vio obligada a regresar desde Colombia a donde había migrado huyendo de la crisis en Venezuela. La dueña del apartamento donde ella, sus hijas, yernos y nietos, vivía decidió obligarlos a desalojar en medio de la crisis sanitaria por la pandemia del coronavirus.

EFE | Elías L. Benaroch

“Nunca se me va a olvidar cuando llegó a sacarnos, no le debíamos pero había que pagar el mes que iba a empezar, le dijimos que el presidente (Iván) Duque había dicho que los arriendos estaban congelados, ella respondió: a mí eso no me interesa, si no pagan se van, esto no es Venezuela donde están acostumbrados a que les regalen todo. Era de noche, no teníamos a dónde ir, en medio de los gritos accedió al menos a dejarnos por esa noche y ahí empezó la carrera”, fue allí cuando comenzó su larga trayectoria.

Recordó que esa noche durmieron poco, hicieron maletas y ofrecieron en venta los electrodomésticos que habían logrado comprar, pero a la mañana siguiente los hombres se fueron hacia la embajada para gestionar su regreso a Venezuela y las mujeres se quedaron limpiando para entregar el inmueble.

«Nos fuimos antes de que llegara la dueña con la policía tal y como nos había amenazado, caminamos como media hora con maletas y la muchachera encima hasta llegar a la casa de mi sobrina, las calles estaban más o menos solas por la cuarentena, ahí solo me dio tiempo de hacer unas arepas cuando nos llamaron para decirnos: vénganse que el bus sale en una hora», explicó la mujer.

González detalló que en el punto de salida en Bogotá había una larga cola para salir hacia la frontera, allí los guardias repartían tostones y bebidas lácteas a los niños, y algunos civiles entregaban otros alimentos a las familias.

Recordó que eran 19 miembros de su familia en total y no todos pudieron subir al autobús que partió.

«Casi me muero del susto, nosotros en la familia sumábamos 19, yo preferí ubicar a mis hijas y nietos primero, quedamos cuatro por fuera del bus porque nos prometieron que nos iríamos en el siguiente. Después de que el primer bus arrancó me dijeron que ya no había más carro sino hasta el otro día. ¡Dios mío! yo dije: me quede sola y sin plata en esta vaina», dijo.

Sin embargo ella decidió conseguir un taxi e ir detrás del autobús para convencer al chofer de llevarlos hacia su destino, el conductor ignoró sus señales hasta que el taxista adelantó el autobús y lo obligó a detenerse.

«El bus tuvo que frenar, el chofer nos pegó un buen regaño, pero después de la lloradera nos dejó subir a los cuatro, total igual íbamos a pagar, eso sí, nos tocó viajar en el piso del pasillo sentados un rato y otro tanto acostados«, relató.

La abuela destacó que una de las cosas más duras de aquel viaje de regreso a su país fue e hambre que tuvieron que soportar, fueron 22 horas de camino y solo habían alcanzado a llevar algunas arepas:

«Es arrecho cuando los carajitos te dicen mamá tengo hambre y no tienes nada para darles... Las arepas se acabaron y aunque teníamos algo de dinero no había donde comprar, no nos dejaban bajar del bus solo para ir al baño, había gente que llevaba un poco más que nosotros y le daban a los niños de mi grupo de tanto verlos llorar».

Recordó que hicieron una parada para que los hombres pudieran ir al baño y en el lugar encontraron un árbol de mangos que los ayudó a paliar el hambre.

«Había una mata full de mangos, la dejaron pelada, los hombres regresaron con los bolsillos a reventar de mangos y le repartieron a todos, comieron mango que jode todos esos chinos».

Más tarde llegaron al terminar, allí pasaron tres días ocupando solo un espacio de la acera, durmiendo a la interperie y haciendo largas colas para poder ir al baño o ducharse, al punto que tuvieron que improvisar sus propias duchas llenando potes con agua.

«La otra opción era llevar unas botellas de refresco con agua, para eso también había que hacer cola, pero más cortica, e improvisar un baño con varias sábanas que sosteníamos entre las mujeres, turnándonos pegadas a una pared. Yo me bañaba con dos botellas rapidito, puro para limpiarse las partecitas, otras que usaban cuatro y todavía salían llorando porque el agua no les alcanzaba», recalcó.

Mientras tanto a los hombres les permitían bañarse en un río cercano: «Se llevaban a los hombres de cinco en cinco, pero eso duró poco porque un día se les escapó uno de los tipos y no lo pudieron conseguir, quién sabe para dónde cogió ese loco, y decidieron que ya nadie podía salir».

Al tercer día, en vista de que la comida y los medicamentos comenzaban a escasear y ninguna unidad de transporte llegaba a recogerlos, decidieron protestar.

Para el día siguiente llegaron los autobuses que los trasladaron hacia el estado Táchira.

«Saber que ya no nos podíamos quedar en Colombia después de que nos echaron a la calle fue un golpe, pasar el puente de regreso a Venezuela me dio rabia y tristeza, es como si tuviera que regresar derrotada al lugar de donde salí huyendo, sentí un susto enorme y más cuando ya nos habían comentado que en Táchira había gente protestando y haciendo barricadas porque no nos querían recibir. Así volvimos nosotros, con el corazón en la boca», indicó.

Llegaron 378 personas entre hombres, mujeres y niños al estadio metropolitano, las colchonetas llegaron días después y quedaron dentro de las instalaciones con custodia militar en cada uno de los accesos para evitar que alguien se escapara.

Dos personas habían arrojado positivo en las pruebas rápidas de covid-19 y eso obligó a que todos quedaran en confinamiento obligatorio.

Un día decidieron protestar nuevamente, lanzaron todos los colchones hacia la parte exterior del recinto deportivo hasta que llegaron cuerpos militares.

«Como yo era una de las peleonas me habían nombrado jefe de uno de los grupos con el apoyo de mi combo familiar, todos sabían que yo si protestaba para que nos dieran las cosas y así fue que llegué frente al militar que era como capitán si mal no recuerdo, había una mujer de esas del gobierno que me quería cuquear la lengua y me decía que para qué me había regresado si esto me parecía tan malo, y yo le grité que no fue por gusto sino por lo del virus ese, pero que no más eso pasara me volvía a ir porque Venezuela era un desastre. Al militar no le quedó más remedio que decirle que no peleara más conmigo», contó.

Gracias a aquella protesta comenzaron a recibir mejores alimentos, medicamentos e incluso pañales para los niños durante los días que faltaban de aislamiento.

Luego González y su familia llegaron a Trujillo, allí los sometieron a nuevas pruebas de coronavirus, luego los llevaron al Polideportivo Luis Loreto Lira, en Valera, donde los sometieron a un nuevo confinamiento.

«Nos cayó de sorpresa, cuando llegamos al Poli nadie se quería bajar del bus, todos estábamos obstinados, ya habíamos cumplido más de 15 días de cuarentena, todos dábamos negativo en la prueba, no entendíamos por qué nos querían tener encerrados más tiempo”, recordó.

Detalló que para poder llegar a un acuerdo les prometieron comida decente, agua, ropa, y juguetes para los niños.

“Y nos cumplieron, en la noche nos llegaron con bastante jabón para que pudiéramos lavar. Los juguetes, ropa y zapatos llegaron al siguiente día y la comida nunca falló, no nos quedó otra que quedarnos tranquilos hasta que finalmente nos dejaron salir, ese día me di cuenta que estuve un mes en la calle para poder regresar, estábamos muy cansados y nos alegraba que ya todo había terminado. Qué duro es ser venezolano, no sé qué pecado estaremos pagando pero aquí estoy esperando que todo pase para volver a salir porque duele mucho vivir aquí”.

Redacción Maduradas con información de Diario de Los Andes.

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