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¡IMPERDIBLE! «Ayer fui al cine», una salida tan trágica como la realidad del país, por Luis Vicente León

No tengo mucho tiempo para ir al cine. Como sustituto vemos pelis en casa y ante mi negativa a ver quemaditos, la alternativa era bajarlas por Internet. Pero no estoy usando el verbo «era», así en pasado, por casualidad. Hace unas semanas que bajarlas por Internet es una proeza. Intentamos ver Room y no logramos ver ni cuando el chamito se escapa. Intentamos con El Marciano y no vimos ni despegar el primer cohete y ni hablar con El Renacido donde no salió ni el oso. 

Siempre se quedaban pegadas. Luego de varios intentos fallidos y técnicos que van y vienen, logré entender el problema cuándo oí a mi socio referir una frase de Ángel Méndez, experto en ese tema: «el rancho de banda no da».

Foto: Archivo.

Foto: Archivo.

Pues bien, decidí no darme por vencido e invité a mis hijos y a mi sobrino y su novia al cine. Me sentía como Félix, nuestro perro, cuando le tiras un hueso de verdad. Pero la emoción duró poco. Salimos de casa y la ciudad estaba oscura y sola. Me invadió el sentimiento de paranoia colectiva que domina al país.

No era un trayecto mayor a diez minutos, pero fueron los más largos de mi vida. Si me hubiera agarrado un policía terminaba encanado, a millón por hora y sin pararme ni en un semáforo en rojo. Logramos entrar al Centro Comercial. El bicho parecía una boca de lobo. Sólo había luces de emergencia en el estacionamiento, aunque funcionaba uno de los cuatro ascensores. Quizás el tema de que sean transparentes era bueno cuando el país funcionaba y en ese pequeño trayecto podías ver el «movimiento» a tus pies.

Ahora también ves al país desde el ascensor: parado, oscuro, roído. Fuimos directo a la taquilla pero no había nadie atendiendo. Algún tema de la ley laboral, pensé yo. Fuimos entonces a hacer una cola larga frente a la única máquina dispensadora que funcionaba (nos dijeron que las otras están dañadas porque no hay repuestos). Nos separamos para aprovechar el tiempo y un morocho y yo nos quedamos en la cola del ticket y los demás a la caramelería.

Cuando íbamos por la mitad, el moro me dice calladito: Papá, esto va a explotar. Pensé que se refería al país, pues no hay lugar donde no te digan lo mismo. Pero no, no era un tema político, el pobre se refería a otra materia. Estaba saliendo de un rotavirus y pensábamos que sus problemas estomacales estaban resueltos, pero no. Nos fuimos corriendo al baño sin poder avisar. No les puedo relatar el olor del lugar. Es indescriptible. Al ver mi cara, el señor de mantenimiento espetó: «No hay agua».

Le dije a mi chamo automático: «vámonos a casa y resuelves allá». Era tarde, el pobre necesitaba el baño urgente. Pregunté si habría otro y el tipo me miró con cara de: «¿tu eres imbécil o qué?». Batí las puerticas tratando de conseguir la mejor alternativa, pero me encontré con la máxima expresión de la igualdad. Todo igual de sucio. No voy a graficar nada para no entrar en detalles escatológicos, pero cuando la pesadilla tenía que terminar, no había papel tualé en todo el lugar. Que sorpresa, pensé. Sacrifiqué mi sueter y vámonos.

Yo enfermo de primitivismo y el sute como si nada. Resuelto su problema quería ver su película. De nuevo a la cola, desde atrás. Empiezo el proceso de compra y me salió en la maquinita una cuota especial. Pregunté ¿por qué? Es por los servicios de agua y luz. Otro se transforma en Hulk ahí, sin anestesia, pero yo sé que es verdad que las empresas de cine están pagando sobrecuotas, autogeneración, y cisternas de agua, cuando hay.

Me reí para no llorar. Cuando me encontré con el otro grupo me contaron que no había agua mineral, ni refrescos y las cotufas… sin sal. Hice lo mismo que el país: pagué, vi y me fui. Y al salir comentamos: «Buénisima Divergent, pero Chicago destruida parece Caracas un día de fiesta».

Por Luis Vicente León / [email protected] / El Universal.

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