En el centro de Cúcuta, el cruce fronterizo más concurrido entre Colombia y Venezuela, opera un mercado de divisas callejero al que acuden a diario centenares de venezolanos para recibir remesas del exterior que les permitan aguantar la crisis en su país.
La interminable fila de gente que espera recibir el dinero atraviesa el Parque Santander, donde las palomas revolotean entre la gente que busca guarecerse del sol de justicia que impera en Cúcuta y que marca los horarios de trabajo y de siesta en la ciudad.
Frente a la plaza dedicada al General Francisco de Paula Santander, héroe neogranadino de la Independencia, se encuentra la casa de cambio a la que acude buena parte de los venezolanos para reclamar las remesas que les llegan de terceros países, y poder comprar alimentos o medicinas y, en algunos casos, los boletos de autobús para migrar a Ecuador, Perú o Chile.
Esas remesas deberían recibirlas en Venezuela, pero debido a las limitaciones monetarias impuestas por el Gobierno del presidente Nicolás Maduro, que redujeron el efectivo circulante, miles de ciudadanos tienen que trasladarse a Cúcuta a diario para reclamar los pequeños fajos de dinero que son su esperanza.
En medio del parque, en una calurosa mañana cucuteña, personas de todas las edades ven pasar las horas en la fila, rezando para que cuando llegue su turno en la ventanilla aún quede dinero en efectivo.
Magali Prado, una venezolana de 47 años, está en la fila desde hace más de cuatro horas, sufre de diabetes y tuvo que venir desde San Juan de Colón, en el vecino estado Táchira, para retirar el dinero que sus hijos le envían.
“La mayoría de nuestros hijos está trabajando fuera para poder mandarnos a los que estamos enfermos, para cubrir nuestros medicamentos, para la comida”, dice Prado a EFE.
La mujer tiene un hijo que trabaja en Perú y una hija en Chile, ambos le mandan dinero para que pague sus medicinas, imposibles de conseguir en el país, por lo que aprovecha el viaje a Cúcuta para comprarlas en cualquier farmacia: “Lamentándolo mucho, en Venezuela no hay medicamentos y para nadie es un secreto”, sentencia.
Recordar el esfuerzo que hacen dos de sus hijos para ayudarla a ella y al resto de la familia le causa un dolor que no puede ocultar: “Mi hija es una ingeniera petroquímica que le tocó irse a trabajar a un restaurante para poder costearme los medicamentos, es muy triste y lamentable”, dice con la voz quebrada.
Todos los meses, Prado hace el viaje de más de hora y media por carretera hasta Cúcuta, pero el puesto fronterizo debe cruzarlo a pie porque está vedada la circulación de vehículos por orden del Estado.
La mujer no se cansa de lamentarse por la situación de su país, pero aun así no piensa en irse al exterior, camino que ya han tomado millones de sus compatriotas, una diáspora extendida por todo el mundo: “Es muy lamentable y siempre le pido a mi Dios, pero yo no me voy de mi país porque ahí nací (…). Si tengo que morir, muero en mi país”, afirma con convicción.
Como ella, hay muchos venezolanos que no quieren abandonar su tierra mientras puedan seguir cruzando la frontera para abastecerse, pero las cifras muestran que también hay muchos que pasan a Colombia para no regresar.
Información de EFE
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