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“Quedé marcado para siempre”: el testimonio de un venezolano que estuvo detenido en centro para migrantes de EEUU

José Daniel, tras atravesar la selva del Darién y llegar a México, se encontró detenido durante siete largos días al intentar ingresar ilegalmente a Estados Unidos. Durante su encierro, experimentó frío, hambre y enfermedad. Sin embargo, cuando finalmente salió de la celda, sintió una brisa que acariciaba su rostro y abrazó la libertad. Esta es su historia.

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El viaje de José Daniel comenzó en la densa selva del Darién, una región inhóspita y peligrosa que separa a Colombia de Panamá. Después de sortear obstáculos naturales y enfrentarse a situaciones extremas, logró llegar a México. Sin embargo, su objetivo final era cruzar la frontera hacia Estados Unidos.

En el puerto de Matamoros, José Daniel se encontró con otros migrantes que compartían su sueño de una vida mejor en el norte. Juntos, intentaron cruzar el río que marcaba la frontera entre México y Estados Unidos. Sin embargo, su intento fue frustrado, y José Daniel fue detenido por las autoridades estadounidenses.

Los siete días que pasó en el centro de procesamiento de migrantes fueron agotadores. El frío penetrante, la escasez de comida y la incertidumbre lo abrumaron. Pero también fue un tiempo de reflexión. José Daniel valoró la libertad de una manera que nunca antes había experimentado. Cada día en la celda le recordaba lo preciosa que era la posibilidad de moverse libremente, de sentir el sol en su piel y la brisa en su rostro.

José Daniel, junto a otros 39 migrantes, ocupaba un espacio de 10 x 20 metros en una celda improvisada. Sin techo, solo una malla que le permitía sentirse un poco menos atrapado. Las condiciones eran duras, y la incertidumbre lo abrumaba.

«Son celdas de concreto construidas dentro de carpas inmensas. Las paredes son de bloque, color beige, con negro, las puertas y ventanas son de vidrio», relató José Daniel.

El aire acondicionado combatía las bacterias, pero la falta de higiene era evidente. José Daniel no se bañó durante los siete días que estuvo allí, ni siquiera se cepilló los dientes.

Un televisor de 40 pulgadas proporcionaba el único entretenimiento. Sin sonido, solo caracteres en pantalla, tres películas se repetían constantemente. Las horas de sueño eran escasas; las colchonetas no eran suficientes y la sábana térmica apenas protegía del frío. José Daniel dormía de cinco a diez minutos, despertándose sobresaltado.

«En la madrugada te levantan dos veces. A las 1:00 a.m. para hacerle mantenimiento a las celdas y a las 3:00 a.m. para contar a los migrantes con un lector que apunta al brazalete”, contó José Daniel.

El miedo crecía. A los tres días, José Daniel pudo llamar por teléfono a la persona que lo recibiría en EE. UU. Luego, la entrevista de “miedo creíble” y el regreso a la celda BC. Otros migrantes fueron deportados, esposados como delincuentes. José Daniel presenció la crueldad de la situación.

Las comidas eran monótonas: hamburguesas, burritos congelados, jugos y barras energéticas. José Daniel perdía la noción del tiempo. «Trascurrió una semana, pero yo sentí que fueron meses. Con esta experiencia quedé marcado para siempre«. La última semana fue la más dura, con fiebre, tos y escalofríos. Aislado en una celda más pequeña, sin televisor, solo recibía tratamiento médico.

El 22 de febrero, José Daniel se encontró en la celda B2, un espacio amplio con una mesa larga que albergaba manzanas, paquetes de papas fritas, galletas y jugos. Aunque no entendía por qué estaba en ese lugar “privilegiado”, un compañero le aseguró que “se quedaba en el norte”.

Un funcionario lo llamó: “¡José Daniel…!” Los aplausos resonaron nuevamente. Se acercó a un escritorio y vio sus pertenencias junto a un documento. El oficial le advirtió: “Firma aquí. Si no lo haces, serás deportado a Venezuela y no podrás ingresar a Estados Unidos durante cinco años”. Era una deportación voluntaria.

José Daniel sintió que su mente se nublaba. Sus manos temblorosas luchaban por sostener el bolígrafo. Respiró profundamente para calmarse.

A medida que su sueño americano se desvanecía, el funcionario le aseguró que podía registrarse en la aplicación CBP One. Esta herramienta permitía programar una cita con un oficial de inmigración en la frontera con México para ingresar legalmente a Estados Unidos. José Daniel firmó, convencido de que había tomado la decisión correcta.

Esa noche, abordó un autobús que lo llevó de regreso a México. El viaje fue rápido, y pronto se encontró en Reynosa, Tamaulipas, una ciudad desconocida.

Han pasado tres meses, y José Daniel aún no ha recibido respuesta de la CBP One. Permanece en un refugio, tratando de sobrellevar la incertidumbre. Él lo llama “un proceso de reconciliación y renacimiento”.

Volver a Venezuela no es una opción en este momento; su casa está vacía. La soledad, el futuro incierto y el trauma de la migración lo atormentan cada mañana. Las pesadillas nocturnas lo despiertan con lágrimas en los ojos, recordándole que el duelo aún no ha sanado completamente.

Redacción Maduradas con información de El Pitazo

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