Miles de venezolanos meten en sus maletas más sueños que ropa. Al equipaje le agregan un “jamás” para cuando tengan que responder la incómoda pregunta: “¿Cuándo regresas?”. Luego del selfie de despedida en la obra de Cruz Diez en Maiquetía, se dan cuenta que en efecto todo lo que brilla no es oro. Sin embargo la meta es clara: hay que simpatizarle más a Washington que a Bolívar, cueste lo que cueste.
Los venezolanos que deciden emigrar van en búsqueda de un futuro mejor: estabilidad económica, salud y seguridad. La carencia de estos tres son el impulso perfecto para que muchos hagan la maleta y se despidan del suelo que los vio nacer. Y ¿quién puede decirles que no se merecen una vida mejor? Para otros es asunto de caché, sobre todo ante los ojos de sus amigos que dejaron atrás. Pero el lujo y el primer mundo no son sinónimos. Comenzar desde cero es difícil, más si se hace en tierras ajenas. Un trabajo que dista de la profesión universitaria, horarios que no respetan fines de semana, matrimonios arreglados a cambio de papeles y legalidad, leyes que acatar e irrevocables sanciones por su incumplimiento. Esos son algunos de los “sacrificios” que parecen valer la pena con tal de no regresar a la casa temida por quienes lo abandonan.
A Carlota le pidieron matrimonio. Pero no de la manera que ella siempre soñó. No había anillo, tampoco los piropos que se cuchichean los enamorados. Un amigo maracucho, que había conocido durante su viaje de intercambio en vacaciones a Estados Unidos, le pidió con urgencia hablar por Skype. Ella en Valencia, Estado Carabobo, él en Seattle, donde vive ahora. El conocido comenzó la conversación a larga distancia: “He aceptado cualquier trabajo por estar ilegal. He limpiado baños y lavado platos durante todo este tiempo. No puedo durar mucho en un mismo trabajo porque no tengo papeles. Ya me quedé sin dinero y mi visa está por vencerse. Yo no me quiero regresar a Venezuela. La única forma de quedarme aquí es casándome con alguien que sea ciudadano norteamericano”.
Carlota se crió en Valencia, pero por la planificación de sus padres y visión de futuro nació en Estados Unidos. Entre sus atributos está la muy anhelada y ambicionada green card. En una de esas reuniones con el maracucho ella le comentó de su nacionalidad. Meses más tarde, y cuando parecía que ninguno se acordaba del otro, él la consideraría como su única salvación. “Me pidió matrimonio. Mientras lo hacía su rostro estaba pálido y sus ojos llorosos. Se notaba que le avergonzaba la petición. Yo no sabía qué hacer. No quería casarme con él, pero me estaba haciendo sentir culpable” recuerda. “Me comentó que debíamos montar la película completa. Irnos de luna de miel, tomarnos fotos, y subirlas a Facebook”. Pero el matrimonio nunca se llevó a cabo. No supo más nada de él.
Hay quienes han tenido mayor suerte, o resistencia. Oriana Hernández y su novio, dos caraqueños aventureros, se mudaron en 2008 a Australia. Juntos comenzaron desde cero, pero esta vez a dos días en avión para llegar a su nuevo hogar. Oriana es odontóloga graduada de la Universidad Central de Venezuela. Su novio, comunicador social. Ella comenzó a trabajar en Sydney en un cafetería lavando platos. Una de las razones: no dominaba el idioma. Él, con un poco más de ventaja, fue aceptado en una tienda de deportes. Ninguno de los dos podía ejercer su carrera sin haberlas revalidado en dicho país. Pero el título de grado no fue lo único que no funcionó, la relación tampoco. “Después de la separación una amiga me presentó a un australiano al que le podía pagar para que nos casáramos. Así conseguir la nacionalidad. Unos meses después cerramos el ‘negocio’. Ambos sabíamos que era un arreglo. Con el tiempo él se obsesionó conmigo y se enamoró. No quiso que le pagara nada, me dijo que olvidara el dinero, a cambio, quería que me quedara con él de por vida. Yo no acepté y nos divorciamos enseguida”.
Años después Oriana conoció al australiano al que le daría el verdadero “sí, acepto”. Comenta con alivio: “Después de tanto tiempo estoy empezando ejercer mi profesión. También tengo fecha de boda. En cuatro meses seré la señora de Brown”.
Para muchos la persistencia y el esfuerzo dan resultados. A unos más temprano que otros. El sociólogo Tomás Paez, asegura que “Venezuela nunca fue exportador de migración, siempre fue receptor de emigración. Esto hace que el venezolano idealice un poco más el proceso de cambiar de país, pues todavía no sabe qué esperar”. Llenos de esperanzas quienes parten aseguran que lograrán el éxito desde el principio, sin tomar en cuenta, por ejemplo, todos los procesos legales que acarrea ser extranjero. Pero para Tomás los criollos son “La tormenta perfecta”, una especie de lluvia de profesionales que saben resolverlo todo, estén donde estén. En su ADN está hacer platica con cualquier cosa. Sin embargo, afuera es distinto. Oriana, desde Australia asegura: “aquí no se puede vivir de venderle prendas a las amigas, tampoco haciendo tortas por encargos. Eso de matar tigritos no es lo común”.
“Yo me mudé hace seis años. Me vine a Canadá a estudiar. La verdad es que con CADIVI me iba bien. De vez en cuando se atrasaba y me veía corta de dinero. Pero con los ahorros podía soportarlo. El problema más grande vino cuando hace unos meses dejó de llegarnos manutención a los estudiantes. Yo tuve que conseguir trabajo de mesera en un bar. Sin embargo tengo amigas que tuvieron que dormir en el sofá de otros conocidos porque no tenían cómo sobrevivir” dice Clarissa, una estudiante de administración en La Universidad de Toronto. Ella tiene planes de quedarse, por eso hace todo el esfuerzo. Busca mantenerse legal. Hasta los momentos tiene visa de estudiante. Cuando se gradúe le darán permiso de trabajo por dos años.
Aunque pareciera que todo conspira para que los venezolanos pasen roncha afuera, muchos prefieren esos sacrificios a cambio de tener una vida al menos segura. Comenta Clarissa: “Cada vez pareciera que nos castigan más por irnos del país. Muchos somos conscientes de lo difícil que es salir adelante siendo extranjeros. ¿Pero quién dijo que en Venezuela no se lucha también y con riesgo? Acá al menos estamos seguros… seguros de que no vamos a morir por una bala”.