Matías Enrique Salazar Moure mantuvo secuestrada por 31 años a Morella León López, quien logró huir hace unas seis semanas de su raptor, un hombre que la sometió durante décadas a serios abusos físicos, psicológicos y sexuales en contra de la mujer.
El 23 de diciembre de 1988 Morella llegó a Maracay, Aragua, donde vivía el hombre mejor conocido como El gordo Matías, quien era su novio. No obstante, lo primero que hizo fue colocar reglas: “No tienes que trabajar, yo voy a aportar todo”.
Además, le prometió que le costearía sus estudios universitarios y las llevaría a unas consultas odontológicas, que en 31 años no cumplió. Por ende, a Morella le deberán extraer varias piezas dentales, reseñó Crónica Uno.
Al comienzo, la adolescente estuvo en un hotel, pues su novio le exigió que no saliera porque no conocía la ciudad y había mucha inseguridad. El gordo Matías se quedaba interdiario a dormir con ella y le indicaba que tenía que estar en casa de su madre, Margarita Moure, a quien Morella no conocía.
“Todos los planes que me prometió eran cuando yo llegara a Maracay, como sacarme la cédula, que hasta el sol de hoy no tengo”, afirmó.
Morella, rebelde en ese entonces, no quiso llamar a su casa, ya que estaba decidida a permanecer con él. No obstante, recordó que contacto a su mamá en marzo de 1989, después de que Matías le informara que su madre había visitado su residencia en El Limón.
“Estaba molesto. Me sacó de noche a llamar a mi mamá. Me dijo que le dijera que todo estaba bien y así fue. La llamé y le dije que yo no iba a volver. Mi mamá me respondió: ‘Hija solo quería saber que estabas bien’. Yo le respondí que sí y me dijo: ‘Hija, que Dios te bendiga’. Esa fue la última vez que hablé con mi mamá”, contó.
Morella se quiebra al pensar en su madre, quien falleció de un infarto el 4 de diciembre de 2011, a los 76 años de edad.
Matías transportó a Morella del primer hotel a otro y, luego, a un cuarto con entrada independiente en el centro de la ciudad. Las mudanzas siempre se hacían de noche. Morella cargaba con su ropa, las almohadas, el televisor y el ventilador. Después el hombre trasladaba lo demás.
“Nunca vivió conmigo, en los dos hoteles que estuve no hubo peleas ni golpes. Yo le preguntaba cuándo se iba a mudar y me decía: ‘¿Qué quieres tú? yo vengo todos los días, no necesito mudarme, yo vengo para acá’”, indicó.
Otro ejemplo de controles empezó en ese nuevo lugar, donde dormía en un colchón en el suelo. Solo había un bombillo. El baño no tenía luz o ducha, tenía que bañarse con una regadera manual y el agua caía en el piso. Además, le ordenó que debía pedirle permiso para ir al baño. Ella solo obedeció.
“Al día siguiente de esa petición a mí se me olvidó y me paré al baño. Me preguntó: ‘¿Para dónde vas?’ Y yo le respondí que para el baño. Me dijo: ‘¿Y tú me pediste permiso?’ Entonces le dije: ‘¿Enrique, puedo ir para el baño?’ Y me dijo que no. Me tuve que sentar en el colchón, a los minutos no aguantaba las ganas y le volví a preguntar. Ahí sí me dejó”, relató.
Entre 1994 y 1995 Matías la movió a otra propiedad, esta vez en el sector Los Samanes, donde Morella se dio cuenta de que los problemas que pensaba tener con él no tendrían arreglo.
Era un bloque de cuatro pisos y ella se encontraba en el último. Las ventanas estaban fraccionadas con varios vidrios que no tenía autorización para abrir. Entre las rejas había cortinas que le imposibilitaban ver al exterior. Otras ventanas estaban semiabiertas únicamente para que le entrara ventilación.
“Ahí estuve hasta agosto de 2002 porque el gobierno iba a cambiar el techo de asbesto, que es tóxico, y él me dijo que recogiera ropa para dos días. En ese momento fue cuando me llevó a Los Mangos, donde permanecí los últimos 18 años”, aseguró.
El inmueble solo tenía iluminación en la cocina y en el cuarto, el resto no tenía ni socates. En las ventanas había unas gruesas cortinas y Morella evitaba que alguien la viera, sabía que si eso sucedía Matías la castigaría.
“La planta que estaba en el balcón la regaba yo, pero lanzaba el agua desde lejos para que no me vieran. El timbre sonó varias veces, pero yo nunca abrí, nunca tuve contacto con algún vecino. Un 24 de diciembre tocaron el timbre y una mujer gritaba: ‘vecina, vecina’, la gente sospechaba de mí, solo que ahora dicen que no”, recordó.
Los últimos meses que Morella permaneció cautiva en Los Mangos la violencia sexual se intensificó. Razón por la que aumentó su desesperación por huir.
“Yo tenía que hablar lento y muy bajito, no podía hablar normal, él me moldeó hasta cómo tenía que hablar, me decía que hablaba muy rápido y lo aturdía”, confesó.
Morella debía escuchar la radio o la televisión con un volumen muy bajo, ya que Matías la regañaba y le indicaba que se oía en el pasillo, por eso siempre fue muy cuidadosa con sus movimientos para no hacer ruido. Levantaba los muebles al limpiar e intentaba de que nada se le cayera al suelo. Todo le significaba un riesgo.
“Cuando estaba en la cocina y escuchaba al vecino fregando me daba miedo fregar, porque sabía que se iba a escuchar el grifo”, relató.
Tampoco utilizó toallas sanitarias cuando tenía la menstruación, porque su raptor no le llevó.
Redacción Maduradas con información de Crónica Uno.
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