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¡IMPACTANTE! Fotógrafa que retrató al asesino de Mónica Spear describe el pavoroso encuentro

Maiskel Sánchez es fotógrafa profesional, especializada en tomas aéreas, desde donde ha plasmado la inmensidad y la belleza del territorio venezolano. Pero ante el reto de retratar al asesino de la modelo y actriz venezolana, Mónica Spear; no pudo negarse; pese a que sabía a lo que se expondría. Tras cumplirse dos años del fallecimiento de esta querida joven, la experta gráfica habla con DIARIO LAS AMÉRICAS de cómo fue el día en que conoció los ojos del mal.

Junto a dos periodistas, Isoliett Iglesias y Deivis Ramírez, Sánchez acudió a la cárcel del Rodeo II, donde se encuentran criminales de alta peligrosidad. Allí las medidas de seguridad no se rigen por normas internacionales, allí la seguridad depende de quién la necesite y en qué momento. Detrás de la puerta del penal quedaron sus estudios en Italia, su especilización en Bogotá y sus 36 premios ANDA. Allí solo era ella y su cámara, esperando a que Gerardo José Contreras, alias El Gato, dejara tomarse unas fotos, mientras narraba cómo le quitó la vida a la reina de belleza y a su esposo, Thomas Henry Berry.

Foto: Maiskel Sánchez / Archivo.

Foto: Maiskel Sánchez / Archivo.

-¿Por qué accedes a la propuesta de tomarle fotos al asesino de Mónica Spear?-

-La noticia de la muerte de Mónica Spear fue un shock para todos en el país. Asesinar a un personaje tan reconocido, fue como un atrevimiento muy fuerte, y ya nadie podía ocultar que el asesinato en Venezuela era -y sigue siendo- de proporciones dantescas. Si la asesinaban a ella, ¡qué quedaba para el resto!. Digo que sí a la propuesta porque soy una atrevida, y porque quería ver la cara de ese alguien que nos metió el miedo en el cuerpo al transitar por una carretera en nuestro país. Como fotógrafa, amo viajar, y desde ese hecho en particular, no es mucho lo que me permito viajar por él.

– Sabes que ibas a ver a un asesino a sangre fría, cuando lo viste, ¿qué sentiste?-

-No le dije a nadie lo que iba a hacer, excepto a una hermana para que supiera que ese día iba a estar incomunicada y dentro de una cárcel en Venezuela, que no es poco decir… Con esa tensión en el cuerpo, porque uno no sabe qué puede pasar, el segundo paso, era verlo. Cuando lo vi, respire hondo. No dejé de mirarle los ojos, de observar cada movimiento que hacía con sus manos. Sentí que si él era el asesino de Mónica, cualquiera puede ser un asesino y uno ni cuenta se da. Sentí escalofríos cuando escuché su voz. Su manera de hablar es tan delincuente o malandra, que espanta. Nunca me voy a olvidar de ese día, pero creo que pasaran años para entender todas las emociones que sentí al hacer ese trabajo-.

– ¿Crees que él sienta arrepentimiento de lo que hizo?-

– Mientras hablaba con nosotros –María Isoliett Iglesias y Deivis Ramírez, autores del libro Capítulo final: El homicidio de Mónica Spear- lo observé bien, y tenía el cuerpo distendido. Sus piernas estaban estiradas bajo la mesa, hablaba moviendo sus brazos con libertad corporal. No sé si alguien que confiesa cuatro asesinatos como si nada, frente a unos extraños, pueda sentir arrepentimiento.

– Crees que alguien como él pueda cambiar?

– No sé si llega a conocer otra forma de vida. Su historia familiar está muy ligada a la delincuencia: hermanos delincuentes; uno muerto, otros tres presos. Me gusta pensar en que todos tenemos la posibilidad de cambiar nuestras vidas, pero en el caso particular de él, tendría que conocer otra forma de vivir para decidir cambiar.

Crónica de Maiskel Sánchez


Los ojos del mal

“Aparezco como un ser diabólico, despiadado y malvado pero eso no es así, soy un ser humano que sufrí terriblemente y sigo sufriendo…” Luis Alfredo Garabito (Asesino confeso de 172 niños).

Sus ojos de gato miran con detenimiento a las tres personas que lo esperan en la sala. La desconfianza también tiene un lenguaje de señas. Un traje amarillo encendido, el cabello cortado al rape como los militares novatos a quienes se les corta en señal de disciplina, las manos hacía atrás en formación escolar, y un guardia que lo custodia con un arma larga, agarrada con las dos manos, lista para disparar en caso de ser necesario, complementan el cuadro nunca visto para mi de un asesino.

El salón protocolar está pintado de amarillo claro. La luz entra por siete pequeñas ventanas rectangulares que dejan ver un diminuto jardín. Al fondo, se ve una calle con una reja alta de malla metálica. Tres hombres vestidos de amarillo montan varias cajas en una pick up vinotinto. Hay un autobús –parado en la otra acera de la misma calle- que tiene inscrito “La revolución penitenciaria en marcha”

En la puerta hay un letrero que dice: Salón protocolar. Debajo de éste, un cartel con la siguiente frase: #Obama repeal the executive order. Dentro del salón hay una mesa rectangular -típica de una sala de juntas- con cinco sillas desiguales. Antes de que el asesino llegue, arreglamos las sillas. Una para él, de frente al sol. Nosotros tres, en bloque frente a él. A mi izquierda, un viejo archivador, un escritorio de colegio, y sobre éste, una cesta de basura. De frente, un cuadro de Andrés Bello, que está torcido. A mi derecha, la bandera de Venezuela acompañada por el dispensador del agua. Allí no hay protocolo de que debe estar detrás y a mayor altura de quien preside el acto. No hay un acto. Hay un encuentro escalofriante.

Nos ofrecen café. Las libretas saltan a la mesa. Pruebo mi grabadora. Un, dos, tres, grabando. Todo listo. El café no llega. Somos cuatro personas dentro de la habitación y solo se escucha el sonido del motor del aire acondicionado. Ajusto mi cámara a la luz del lugar, y dejo mi equipo fotográfico sobre el viejo escritorio del rincón. Fui advertida que solo él puede aprobar que le tome fotos. No quiero recibir un no por respuesta, y no quiero que sienta que mi cámara es una amenaza. Tengo claro que él sabe de amenazas más que yo. Llega un jugo de guayaba. Nadie explica la ausencia del café.

Sin prendas. Sin maquillaje. Ropa cómoda sin nada llamativo. Equipo mínimo. Cabello recogido. Todo lo que me permita ser invisible durante esta entrevista. Desde la noche anterior, no tengo muchas ganas de conversar. Mi mente está a toda máquina, pendiente de que no me falte nada. Ni equipos, ni valentía. La visita a un penal es un paseo al infierno y le voy a ver la cara al diablo en persona.

Mientras camina hacia la silla, veo en su brazo derecho un tatuaje con letras chinas o japonesas, y tres estrellas tatuadas en orden descendente. Le calculo una altura entre 1.70 y 1.75. Se sienta al frente. No pronuncia ninguna palabra. Dos periodistas curtidos en el tema, abren la conversación.

El gesto de saludo es con la cabeza. Se mueve hacia un lado. De su boca, con timbre de muchacho, sale la inconfundible cadencia del hablar de un delincuente.

Foto: Maiskel Sánchez

Foto: Maiskel Sánchez

“Mis hermanos eran malandros, pues”. “Ahí fue que empecé a consumir droga, pues”. “Lo hacíamos por la necesidad, pues”. “Vamos a ver quienes son los cagaos, pues”. “Nosotros los robamos normal, pues”. “Porque si él no se detona, nosotros nos vamos relajaos, pues”. “ Estábamos emproblemaos, pues”. “Ya todos estamos presos, pues”. La palabra pues, la usa a cada instante en sustitución de un “tu sabes”, “así es como era”, pero el tono como lo dice, es como una mano blandiendo una cachetada a cualquiera que se le atraviese en el camino.

Sus ojos verdes lucen brillantes. Unas pestañas negrísimas recubren todo el borde. Su boca amenazante, no pega con su mirada. Tiene buenos ángulos en el rostro. Su decisión de ser malandro -como él mismo se llama- ha borrado la posibilidad de ser admirado por su belleza. La cara no es con la que uno nace, sino con lo que uno hace para vivir.

A ella la llama Mónica a secas. No sabía quién era cuando la robó. No tenía idea quién era cuando la mató.

“…me drogaba y salía por ahí a echar broma”. Robar, drogarse y matar, no es echar broma. Es muy serio. Tirar piedras a la autopista, echar plomo y matar gente, es una broma muy macabra.

En su cuerpo, se puede leer la historia de las cosas que le importan. Del tamaño de una moneda, tiene tatuado en su mano derecha la J de Josneidy. La mujer que ama. Al lado de la J, una estrella de seis puntas, como dibujada y pintada por un niño que lo hace sin destreza. En el antebrazo derecho, por el reverso, están los símbolos chinos de lo que él dice, es su nombre. En el anverso, tres estrellas más grandes, tatuadas con la misma precariedad de la pequeña. En el otro brazo, bien grande, se lee el nombre de la que fue su hija no nacida. Antonela. Con ribetes que denotan el amor por lo perdido. El nombre está escrito con una sola L, y un algo que parece una corona, está sobre la N. La mata de marihuana si se ve muy clara. He escuchado que en su pecho lleva tatuado el nombre de su madre. No me atreví a pedir que me lo mostrara.

Dice con precisión el nombre del arma. Es un nombre largo y complicado. Estoy segura que nunca respondió así en su clase de ciencias sociales. Admite que no le gustaba el estudio. Se fue a trabajar de caletero en los muelles de Puerto Cabello en la cooperativa de su papá, quien lo sacó cuando empezó a “echar bromas”.

Su lenguaje es reducido. Mínimo. Pa´atrás, pa´allá, pa´lante, abajando, talde, altista, inglé, amistá. Pronuncia sus palabras con total abandono del diccionario. Si la pregunta que se le hace es muy elaborada, él repregunta en dos formas: ¿Ah? ¿Cómo? Hay carencia de todo.

“Le preguntaban que cómo era yo pequeño, pues. Y mi mamá le dijo que normal, pues. Que fue una cosa que se le escapó de las manos. En verdad porque yo me quise echar a perder, uno se pierde solo”. Me quedo pensando en la historia que nos cuenta. Tiene un hermano preso en Tocuyito. Y él está preso, en la misma celda, con otro hermano. ¿Desde cuándo se le escapó de las manos?

“…estando chamito me dieron, nooo jombre, una pela, que eso nunca se me olvida preguntándome por él. No sé, y no sé, y no sé dónde está, y no sé dónde está” Así describe la solidaridad con su hermano. Y a mi lo que me queda, es el acento del “nooo jombre” que describe la pela de su papá. En su voz escucho dolor por la golpiza y orgullo por no haber delatado a su hermano.

“Si hubieses estudiado, ¿qué te hubiese gustado estudiar?” –le pregunto. “Mi papá quería que estudiara pa´ Guardia Nacional, pero a mi no me gustó nunca eso”. “Olvídate de lo que quería tu papá, ¿qué te gustaba a ti? –Los deportes. Me gustaban los deportes. El basket”. “¿Tu papá te pegaba?” Me mira. Y cómo dándose tiempo para buscar qué responder, me dice: “¿mi papá? Sí. Me pegaba porque yo me portaba mal. Me iba para la calle, no le hacía caso”. “Y yo tenía dos balones de esos de basket, y me los explotó porque yo me iba a jugar basket y nooo” “¿Qué edad tenías? – Como catorce”. La misma edad que describe como la edad en la cual empezó a fumar marihuana. Me sorprende saber que tiene un padre. Me sorprende saber que vivía con él. Un padre estricto. Un padre que le quitó los balones de basket, pero que no pudo quitarle la pistola. Un padre que ya puede darse por satisfecho porque su hijo no puede salir a la calle. Ya está encerrado en una cárcel.

Su celda es pequeña. Su hermano duerme en la cama, y él en un colchón en el piso. “No cabe mucho”, -nos dice. Solo sus cosas personales. El envase de plástico para el agua. ¿Fotos? No tiene. Nada de lo que hizo mejoró su vida. Robar para seguir siendo pobre. Matar para estar preso en una cárcel lejos de sus familiares que no pueden visitarlo con frecuencia porque El Rodeo II, en Guatire, queda lejos de El Cambur en Puerto Cabello y la plata no alcanza.

Habla de amistades, pero no de amigos. A todos los llama compañeros. Nunca pronuncia la palabra amigo.

“¿Ellos son las únicas personas con los cuales tú has cometido homicidios?”, le pregunto. “No”, -me responde. No olvido que estoy frente a un asesino. Uno que mata como si de zancudos se tratase, y que por costumbre estira el brazo y acaba con su existencia. “La primera vez que maté porque el muchacho, me entregó, pues, con el gobierno” … “El otro, nos estábamos entrando a plomo, pues. Lo coroné y cayó en el suelo, me le llegué y pam, pam, pam”. De esos dos primeros, no recuerda ni el nombre. Mató con dieciséis años al primero. Mató con diecisiete años al segundo. Mató con dieciocho años al tercero y al cuarto. No hay un indicio de vergüenza en su relato.

Pasó un poco más de un año oculto, huyendo de la justicia. “¿Tú crees que él te entregó?” “Claro. Él fue, él fue”. “¿Qué pasa si tu ves a ese señor mañana?” “Coño, no sé. No sé qué hacer”. “…pero yo se lo dejo a Dios”. Estuve a punto de preguntarle, cómo pensaba él que Dios resolvería esto. ¿Dios es la justicia conveniente? ¿Mata que Dios perdona?

“Quiero hacerte unas fotos” “¿Cómo? ¿echarme unas fotos?” “Sí” -le contesté. “Eso es lo que yo hago”. “Esta bien” -me dijo. Me levanto, busco la cámara, y me acerco. Estoy a menos de dos pasos de distancia. Lo miro directo por el visor. Lo llamo para que voltee a mirar a la cámara. Sus pómulos se tensan. Sé que no sabe si estar serio o si debe sonreír.

Foto: Maiskel Sánchez

Foto: Maiskel Sánchez

Mientras hago las fotos, estoy tan cerca de él, que me atrevo a preguntarle: “¿Cómo harías tú, para que yo te tuviera confianza?” “No sé”. El periodista le dice, “la gente como que te tiene miedo”. Hizo una pequeña mueca, una de esas mínimas que no se le escapan a una cámara. “Te sonreíste. Te agrada que te tengan miedo” –le digo. “Nooo, me tienen miedo. Me ven, nojooo, como si yo fuera, un monstruo. Como si fuera peligroso, pues” –me contesta.

“¿ Y no eres peligroso?”

“No, yo soy tranquilo”.

Su nombre es Gerardo José Contreras, tiene diecinueve años, le dicen El Gato, y es el asesino de Mónica Spear y Thomas Berry.

Por: Elkis Bejarano Delgado/ Maiskel Sánchez / Diario de las Américas.

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