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¡MISERIA ABSOLUTA! Madres padecen hasta 24 horas en cola para comprar un paquete de pañales

La necesidad y la codicia confluyen en farmacias y supermercados, compradores y “bachaqueros” pujan por obtener productos regulados. El frío, el peligro y la falta de baños no detiene a quienes necesitan comprar algún producto de la canasta básica. No todos son “bachaqueros”, a continuación el relato de una abuela desesperada que reporta el diario zuliano La Verdad.

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«A mí no me pagaron para amanecer pegada a una cola y no lo hice para lucrarme. Solo hay dos motivos para que una persona se humille de tal manera: la necesidad y la codicia. Cada quien tiene su razón para pernoctar frente a un supermercado o una farmacia; el mío es contundente: mi nieta de tres años de edad fue diagnosticada con cáncer cerebral y recibe quimioterapia una vez a la semana, necesita los pañales y punto. Como el caso no admite negociación, he desandado cielo y tierra buscado el producto y he pagado lo que no tengo para adquirirlo.»

«Por eso, cuando a las 8.00 de la noche del viernes 9 de enero me llegó el mensaje: “van a sacar pañales”, no lo pensé dos veces y literalmente corrí a la sucursal de una popular cadena de farmacias ubicada en la Circunvalación 2. Dicho sea de paso, familiares y amigos que viven en las adyacencias se mantienen alertas para avisar al más mínimo indicio de la aparición del producto.»

«Llegué un poco antes de las 9.00 de la noche. Unas 100 personas hacían cola a un costado del local y había muchos grupos de gente, unos conversando, otros sentados en las jardineras, pero todos a la expectativa. Ubiqué a quienes me esperaban y me enteré de que muchos de ellos habían pasado el día allí. “Yo estoy desde anoche, me fui a bañar y comer y ya regresé, porque de que hay pañales los hay”, comentó una joven corpulenta y voluntariosa, a quien llamaban la “Negra”. Hice un breve cálculo mental, probablemente ella y su grupo tenían más de 24 horas en el sitio.

“Parate aquí”, me dijeron y obediente me recosté contra la pared. “En un rato van a hacer una lista porque los pañales los sacan mañana, pero así aseguráis el número”. Me sorprendió ver tantas mujeres con niños pequeños. “No todos son ‘bachaqueros’” murmuré y una señora a mi lado me respondió casi antes de terminar la frase. “Casi estamos mitad y mitad. Yo tengo tres días aquí porque mi hija está recién «paría» y no tiene qué ponerle al niño, y ya conozco quién es ‘bachaquero’ y quién es gente”.

A pesar de la hora las personas estaban animadas, incluso los niños. Había brisa, rescoldo de aires decembrinos que transportaban risas y tertulia. Dos patrullas de la Policía bolivariana rondaban el estacionamiento, donde la gente no paraba de llegar. Cada tanto un oficial bajaba de la unidad y vociferaba: “señores váyanse a dormir, aquí no hay pañales, lo que van a sacar mañana son toallitas pa’ la regla”.

De a poco me enteré que desde la 12.00 del mediodía se habían redactado cuatro listas. El policía había roto la última, para sacar a varios «bachaqueros», así que a las 10.30 de la noche la cola era territorio virgen una vez más. Cerca de la medianoche se completó el nuevo listado, dos mujeres dieron la voz de alerta y todos corrieron a embutirse en la cola adherida a la pared, para no quedar por fuera. Cada uno quedó asentado con nombre, apellido y número de cédula en un cuaderno. A mí me tocó el 87. Luego, la tensión se apaciguó y algunos regresaron a sus casas para comer, cambiarse de ropa y regresar en la madrugada. Yo estaba lejos y por la hora no me atrevía a moverme. Una amiga que vive cerca me llevó un taburete, agua y café, lo necesario para sobrevivir a la madrugada.

Los «bachaqueros» y la gente

Una joven con dos pequeños estaba algunos puestos detrás de mí. El más pequeño, de unos seis meses, lloraba a ratos, el otro, de al menos año y medio, se enrolló a los pies de su madre y allí dormía tirado en el suelo. Un grupo de «bachaqueros» se acomodó a jugar baraja. ¿Cómo saber que son «bachaqueros»? Están relajados, “acostumbrados”, cargan con todo lo necesario (sillas, cobijas, mesas, juegos, comida y agua) y hablan mucho de todo, menos del motivo por qué están ahí. Ellos no tienen historia.

Poco a poco la cola se fue “tumbando”. Cada quien se acomodó acostado en el suelo, pero sin abandonar su lugar, y así, la acera se convirtió en un dormitorio gigante. Pocos nos mantuvimos sentados, por pudor o porque a la larga sería más doloroso levantarse del suelo horas después y con secuelas de la chikunguña.

A las 2.00 de la madrugada me puse en pie y caminé un rato para estirar las piernas. Por quinta vez la patrulla entró al estacionamiento y el policía bajó dando gritos. “Párense, faltos de respeto, esta no es su casa, váyanse a dormir”.

Todos se levantaron, pero ninguno se movió del sitio. Los jugadores escondieron las cartas y algunos niños comenzaron a llorar.

Una muchacha delgada y lánguida, con la blusa destilando leche materna, lanzó un improperio. “El carajito debe estar llorando por la teta”, su marido la abrazo. Ambos parecían menores de 20 años.

Digan presente

A las 3.00 de la madrugada pasaron lista. La mujer con su cuaderno apareció de pronto. “Vamos a sacar a los vivitos que se fueron a dormir”, comentó, y tanto mermó el listado que mi dígito cambió al 62. Ahora, cada guarismo fue anotado con marcador negro en la muñeca del interesado. La anotación culminó una hora después y cerró en el 150. Otra mujer se hizo cargo de anotar a los que llegaron en la madrugada y a las 5.30 ya había 537 personas en espera.

Cerca de las 6.00 de la mañana aparecieron los vendedores. Durante la noche los más osados se arriesgaban en grupos hasta la bomba de Pomona, donde venden café, cigarrillos y chucherías, pero a esa hora llegaron los cafeseros, los pasteleros y un señor con dos cavas con arepas, panes y refrescos. De más está decir que hubo cola para comprar.

Aclaró despacio y todos se desperezaron, se alisaron ropas y cabellos y se miraron con la misma expresión en el rostro: “Si me veo como vos, estoy feo”. Más compradores siguieron llegando y a las 7.30 ya había unas 600 personas alrededor del establecimiento. Por ser sábado, las puertas se abrieron pasadas las ocho. Salió un moreno alto, muy parecido a un mal presagio, y se dirigió a la gente con sorna: “Señores aquí no hay artículos regulados, vamos a dejar pasar a dos personas hasta el almacén para que verifiquen”, y como por arte de magia salieron las dos encargadas de anotar y entraron con el empleado de la farmacia. Minutos después salieron con la cabeza baja. “No hay pañales señores, vámonos”.

La mayoría se fue. Un pequeño grupo de escépticos nos quedamos. “Pareciera que esas dos muerganas estuvieran compuestas con los de la farmacia”, exclamó la «Negra», que como lo había jurado casi 12 horas antes, no se había movido ni un centímetro. Yo me quedé, no tanto para verificar si había o no el fulano pañal, sino porque no estaba en mis planes regresar sin mi paquete debajo el brazo.

Al fin volví a casa arrastrando la rabia y la impotencia. Gracias a Dios la otra abuela de mis nietos logró hacer trueque de un pote de leche por un paquete de 32 Pampers. Ayer me preguntaron si lo volvería a hacer, no lo creo, porque peor que la humillación, el peligro y la decadencia que representa mendigar por un producto, lo peor es volver a casa con las manos vacías.

Cuando la naturaleza llama

Lo más difícil de hacer cola para comprar productos regulados es que no se tiene acceso al sanitario. Durante la noche y resguardadas en la penumbra, las mujeres se unen en grupos de tres o cuatro y caminan hasta lugares enmontados para hacer sus necesidades.

Por Reyna Carreño / Maracaibo / [email protected]

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