En la historia económica son notables los relatos sobre los efectos nocivos que ha tenido la inflación en pueblos tan diferentes como la Alemania de comienzos del siglo XX, la Roma de los emperadores, la España de la Conquista de América, la Bolivia de los años 80, la Argentina de los dictadores fascistas y el actual Zimbabue del general Mugabe.
En su mayoría son episodios de espanto que parecen sacados de la ciencia ficción económica. Pero ocurrieron. Hay evidencias por ejemplo de cómo en la Alemania de la República de Weimar (entre las dos guerras mundiales) los fajos de dinero tenían más valor como combustible para las chimeneas que para comprar un haz de leña, reseñó El Estímulo.
Es fama que por ejemplo en la Argentina de los dictadores en los años 80 cuando una persona entraba a un supermercado y comenzaba a hacer sus compras a unos precios, si demoraba mucho, cuando iba a pagar esos precios ya habían subido.
Muchos de los economistas coinciden hoy en que al menos pero estos tiempos, esos procesos quedaron en el pasado e inclusive la alta inflación desbocada solo ocurre en un puñado de países. El más notable de ellos, nuestra Venezuela del siglo XXI que tiene el alza de precios anual más acelerada del mundo, aunque sin llegar a una hiperinflación.
Tigre contra burro
La inflación, esa alza sostenida y constante de los precios ha tenido un efecto nefasto en las sociedades que la han padecido. Lleva al envilecimiento de la moneda, al empobrecimiento de los asalariados, provoca un estado de estrés constante en la familias, aumenta los indicadores de pobreza, alimenta las expectativas negativas en torno al futuro, golpea la autoestima de los pueblos, desata una “guerra de precios”, en los que siempre alguien querrá desquitarse con alguien más. En muchos casos provocó cambios sociales, políticos y económicos no siempre positivos.
El mayor problema de todo esto es que se siembra entre la gente la costumbre de vivir con inflación. Uno va al mercado, a la ferretería, a la frutería de la esquina y ya ni se sorprende con las excusas más frecuentes del vendedor: “Es que todo está subiendo”, “La semana que viene llegará más caro”, “por lo menos lo conseguiste” (el producto).
Pero en realidad, nada de esto es normal. En Venezuela con esto de la inflación está pasando lo mismo que con los asesinatos, robos, corrupción, violencia política, basuras en las calles, huecos en las carreteras: la gente está mal acostumbrada y ha perdido la capacidad de sorprenderse y de reaccionar.
La inflación como las colas, se ha vuelto parte de la vida cotidiana del venezolano promedio. Es como quien acepta que en verano hay sequía y hace calor, o que en la tardecita salen los zancudos del dengue.
“Uno de los obstáculos fundamentales con los que tropieza la lucha contra la inflación en América Latina, es la creencia de que se trata de un mal inevitable”, señala uno de los textos del economista cubano Felipe Pazos, uno de los más notables de Latinoamérica, fallecido en Caracas en 2001.
Cuando uno lee la cita recuerda que justamente en Venezuela los que tienen hoy a cargo la responsabilidad de conducir el país y la economía no están haciendo nada para combatir las causas, no sólo las consecuencias, de la inflación que corroe el bolsillo de los asalariados como el ácido de baterías sobre una lámina de latón.
Remolino por qué me llevas
La inflación en Venezuela tiene dos frentes que chocan y se alimentan entre sí formando un torbellino que arrasa con la calidad de vida y las expectativas de la gente común.
Por un lado, es una inflación de demanda: la cantidad de dinero en la calle crece constantemente porque la impresión de billetes sin valor es el expediente usado por el gobierno para financiar el enorme y descontrolado gasto público que mantiene la ilusión de reparto social de los petrodólares.
Hay más personas compitiendo por los mismos bienes y esto eleva los precios de la misma forma como en el litoral de Vargas, en Semana Santa todo es más caro porque hay más visitantes dispuestos a pagar más por lo poco que hay en cada kiosco de la playa.
Si uno pone en una balanza por un lado la cantidad de dinero circulante y por la otra la cantidad constante o menguante de bienes disponibles en el mercado, notará que el peso de pacas de billetes es mayor que el de las cosas que se pueden comprar. Esa metáfora ilustra lo que pasa en la economía venezolana, que tampoco crecerá este año, sino que producirá 7% menos de riqueza, según varias proyecciones respetables.
La inflación también se alimenta por la vía del alza de los costos de producir o importar los bienes que van al mercado.
Las razones son varias, pero la principal es el efecto de las constantes devaluaciones del bolívar frente al dólar; que encarece el precio de las materias primas, repuestos y productos finales, mientras la industria nacional está asfixiada.
También inciden los decretos de alza constante del salario mínimo, justamente obligados por la inflación; el aumento de las tarifas de electricidad y otros servicios; más impuestos y multas; la baja productividad de empresas sometidas a limitaciones que van desde apagones, hasta la inasistencia de algunos trabajadores; el impacto de la Ley del Trabajo y de una inamovilidad mal entendida. También cuentan los costos de invertir en seguridad, alarmas y pérdidas por robos y asaltos.
Aunque todavía estamos lejos de las hiperinflaciones de la historia mundial, sí estamos viviendo la segunda tasa más alta de nuestra historia contemporánea.
Las cifras oficiales y poco sinceras del Banco Central de Venezuela dan cuenta de una tasa del 68,5% en 2014. Ese es un promedio, porque en alimentos por ejemplo superó el 102%.
Para este 2015 el consenso entre expertos es que la inflación promedio superará el 100%, con lo cual marcaríamos otro récord desde que en 1996 llegó al 103% cuando el otro paquetazo, el del gobierno de Rafael Caldera, que no fue de muerte lenta como éste de Nicolás Maduro.
Esta alza galopante de los precios ha acompañado al país, a las empresas, familias y personas con fuerza durante los últimos 15 años.
Pero ocurre como cuando uno viaja por una autopista: se adapta tanto a la velocidad que mirando desde la ventana el paisaje pasa más lentamente, mientras el que camina por la carretera solo ve el celaje del carro que pasó.
El que va por el hombrillo es el salario, el ingreso familiar pues. Por eso cuando la gente cobra siente que recibe chapitas, billetes de monopolio y no una divisa fuerte que sea capaz de pagar las cosas.
El economista José Huerta, un experto en análisis de datos ha recopilado las cifras oficiales el BCV y señala que entre 2001 y 2014 esta inflación acumulada, según el Índice de Precios en Caracas es de 2.920%. En el mismo período la de alimentos y bebidas no alcohólicas fue de 7.617%.
Esto significa que comparado con 2001, un par de medias que costaba el equivalente a 10 bolívares hoy día vale 300 y un mercadito que se compraba con Bs 100 ahora cuesta Bs 7.600.
En el ínterin de esta historia hubo la reconversión monetaria (1 de enero de 2008), que le quito tres ceros al bolívar en otro intento nulo del gobierno de pretender eliminar la inflación manipulando cifras. Ese supuesto “bolívar fuerte” sólo sirvió a para tener billetes más bonitos y como camuflaje de la inflación galopante venezolana.
Si no hubiera sido por eso, hoy un mercadito costaría Bs 7.600.000 una cifra demasiado grande, que insulta el orgullo patrio y causaría estragos en cualquier cuaderno de contabilidad. Por cierto que en 2001 esa cantidad de dinero alcanzaba para comprarse un buen carro.
El dinero, dicen los libros, sirve como medio de intercambio de bienes, es una unidad de cuenta para calcular el valor de las cosas y también reserva, instrumento de ahorro.
Pero esta inflación que vivimos es capaz de atentar contra esos tres atributos: es un error ahorrar en bolívares que cada día compran menos; como unidad de cuenta es muy difícil calcular cuánto valen o valdrán la cosas, pues la inflación y el dólar paralelo -hoy sobre Bs 200- , así como y el “Tucano” sobre Bs 176 desatan una anarquía en la fijación de precios.
Como medio de intercambio, inclusive el truque de harina por desodorante, tan común entre la gente que hace colas para conseguir bienes regulados, surge como una bofetada más en una moneda aniquilada por la inflación y que vale tan poco que es más caro el papel en la cual está impresa.