La escena transcurre en el paisaje apocalíptico que dejó el huracán Dorian en Bahamas: Seis hombres vestidos con monos blancos inmaculados transportan con dolor una bolsa mortuoria con un cadáver.
Dejan la bolsa en la plataforma trasera de un camión donde yacen otras víctimas. Las bolsas, de color caqui, están dispuestas en forma precaria sobre un palé, al que luego son atadas.
El vehículo parte en busca de otros cuerpos, serpenteando sobre la calle regada de escombros. Los hombres encargados de la difícil recolección van sentados en la plataforma, sus piernas colgando hacia afuera. Conservan los guantes médicos de látex color azul y máscaras de protección sobre sus rostros.
A pesar del cielo azul, el puerto de Marsh Harbour, en la isla Gran Ábaco, presenta una cara de desolación por donde se lo mire.
“Justo ahí había un gran edificio de tres pisos”, dice Norwel Gordon, exjefe de bomberos de Marsh Harbour, walkie-talkie en mano. Señala un espacio en el que solo se puede ver un piso y cascotes.
Al derrumbarse, el edificio “hizo caer la parte superior de (esta casa)”, prosigue, mostrando otros restos dispersos a lo lejos.
Sin importar hacia dónde se dirija la vista, se pueden ver casas sin techo, otras que parecen haber sufrido un intento de demolición, árboles caídos o con sus ramas arrancadas.
Dos hombres jóvenes, cada uno arrastrando una valija con ruedas, parecen escapar de este caos.
La expectativa generalizada, como han dicho el primer ministro y otros integrantes del gobierno de este archipiélago, es que el conteo de muertos aumente. La cifra provisional es de 20 víctimas fatales.
Vastas zonas de Gran Ábaco están inundadas, lo que dificulta la llegada de ayuda. Cientos de embarcaciones están fuera de servicio, recostados sobre la tierra o volteados completamente, incluidos grandes barcos de pesca que fueron barridos por los vientos.
La fuerza de las rachas dobló los pilares metálicos de una estación de servicio como si fueran alambres y arrastró el techo decenas de metros. Los surtidores de nafta, arrancados de cuajo, están desperdigados en los alrededores.
Algunos pocos vehículos que se salvaron del huracán ruedan por las calles. El pavimento de la calle principal luce despejado, luego de que se retiraran bloques, chapas y hojas de palmeras. Algunos habitantes han recogido las pertenencias que les quedaron y las acomodan en pick-ups. Van en busca de un lugar más seguro.
Los cables del tendido eléctrico cuelgan miserablemente de postes que perdieron su rectitud. Deberán pasar meses para que controlar esta emergencia y probablemente años para devolver a la isla un aspecto normal.
“Hay que irse de aquí”, dice a Brian Harvey, un canadiense que quedó atrapado en la isla por el huracán y buscaba desesperadamente lugar en un helicóptero. Tras el pasaje de Dorian, encontró refugio en una casa relativamente intacta, junto a otros sobrevivientes.
“Al menos tenemos un generador que prendemos cada tres horas, tenemos electricidad y podemos conservar comida en la heladera y comer. Somos los que tenemos suerte aquí”, dice.
Redacción Maduradas con información de AFP
También puede leer: