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¡TOCA EL ALMA! Inmigrante por obligación: El dolor de una venezolana que partió hacia el exterior

La noche antes no pude dormir. El panorama inminente que me esperaba al día siguiente me sentenció a no parar de pensar. Ser parte de los dos millones de habitantes que se han despedido de Venezuela, no era cosa fácil.

Días antes ya había tenido que pelear con mi maleta, una sola, en la que intentaría meter mis 23 años de vida. Y no, no me cupo ni la mitad, enrollé mi ropa, seleccioné con cuidado cada uno de mis recuerdos, deseché lo que no quería conservar y ni así. Pero la fecha había llegado y no había oportunidad de caminar hacia atrás.

Créditos: El Estimulo / FABIOLA FERRERO

Créditos: El Estimulo / FABIOLA FERRERO

Ese 13 de abril me desperté temprano, o más bien, me mantuve despierta hasta que la alarma dijo: te toca despedirte de tu cama. No sabemos la importancia de nuestras sábanas y almohada hasta ese momento. Sin embargo, mi opción no era quedarme a contemplar lo que tenía sino soñar lo nuevo que llegaría.

Después de desayunar junto a mi familia, estaba a punto de emprender camino hacia al aeropuerto de Maiquetía en Caracas, desde la flor de Aragua. Y una vez más me vi, me pregunté, e interrogué si era lo correcto, hasta que finalmente llegamos al aeropuerto con el susto en el estómago de pensar que nos robaran el equipaje o que hubiese un retraso en el servicio y no pudiera llegar a tiempo a mi vuelo de conexión. Ahí supe que la decisión que tomé era la mejor.

Angustiados llegamos buscando directamente la fila de personas para confirmar el boleto, hasta que finalmente la vimos frente a nuestros ojos. No era una cola para comprar jabón, desodorante o harina P.A.N.

Y ahí estaban, mis pies sobre la magia de Cruz Diez, sobre la obra que había visto desfilar a cientos de venezolanos. Una obra compuesta por el tricolor junto a franjas de color negro. Un arte perfecto en medio de un dolor indescriptible. Me sentí como en las nubes, no por compararlo con un momento maravilloso, sino por esa sensación dentro de mí que me hizo verme en el limbo, dejando mi presente por un futuro incierto. Pero aun así mi fe decía que valía la pena.

Cuando al fin estuve frente al guardia del cuerpo antidroga este comenzó a interrogarme. “¿Por qué viaja? ¿Quién la espera?” Lo normal. “¿A qué se dedica? Ah, es periodista”, dijo como si hubiese encontrado en mi expediente un antecedente penal. Con seguridad afirmé quien era, de donde venía, con alguna que otra mentira que me permitiera cruzar esa frontera. Finalmente el guardia, tuvo la voluntad de preguntarme: ¿no te habrás tragado un kilo de droga, no? A lo que yo respondí: No, ¿por qué? ¿Tengo cara? Y terminó nuestra conversación.

Después de por fin tener el boleto de embarque en mis manos, llegó el momento más difícil: decirle adiós a tu familia. Ahí estaba mi papá, mamá, hermano menor, dos tías y una prima. Suficiente para recordarme de donde había venido, quien me había parido y quienes me hacían ser quien soy. La mayoría de ellos prefirió hacerlo fácil diciéndome “hasta luego”.

El mismo fulano ese “hasta luego” que no sabemos si representara días, meses o años.

Mi papá me vio a los ojos y me dijo: creo en ti, mi mamá con una sonrisa curó las heridas que tenía abiertas en aquel momento y el abrazo a mi hermano me hizo dejarlo a cargo de mi lugar en casa.

Presenté mi identificación en la puerta de la zona de embarque y crucé con mi bolso lleno de sueños y mis mejores recuerdos.

Detrás de mi caminaba una muchacha, más o menos de mi edad, que lloraba desconsolada. Su cara blanca se manchó de rosetones rojos en modo de marcas que gritaban lo mucho que le estaba doliendo partir. «¿Tú, por qué lloras? ¿Acaso te están obligando a viajar?» Le dijeron los guardias, que representaron claramente lo que no somos la mayoría de los venezolanos, hombres y mujeres fríos de mente y corazón que se creen supremos solo por tener un gramo de poder en sus manos.

Pasada la requisa, una vez más toca presentar el pasaporte a las autoridades. En mi caso la mujer que me atendió, exhibía al mejor estilo de una vitrina, una caja de “Glanique” una pastilla anticonceptiva de emergencia que desapareció hace meses –como todo– del mercado venezolano. ¡Vaya sorpresa! ¿Mercado negro en el aeropuerto? Eso sí que es nuevo. Mi instinto de Periodista no se resistió y le preguntó a aquella mujer: ¿Lo estás vendiendo? A lo que ella respondió: Si, en 3.000 Bs. Al parecer el estar en el aeropuerto aumenta los impuestos.

Una vez adentro en la zona de embarque, caminé de un lado a otro como el que quiere escapar pero no encuentra el letrero de salida. Como el que tiene miedo. Como el inmigrante que lejos del placer y por obligación deja atrás su vida por lo que le mostraron que podía ser un futuro mejor. Definiendo futuro mejor como una ciudad escasa de inseguridad pero llena de comida, comodidades y el funcionamiento de servicios públicos.

A las 9:35 pm ya mi cuerpo estaba sobre el avión. Mientras que mi alma veía por la ventana de manera perdida con un dolor tan o más que el que siente ahora al escribir estas líneas. Un dolor que arrastra, que arranca, que te hace sentir muerto en vida por esos segundos en el que te preguntas si estás haciendo lo correcto. Tal como cuando te alejas del gran amor de tu vida, ese que te hace daño. Por eso es que repito y reafirmo que irse del país no puede compararse con «divorciarse estando enamorado».

Irse del país es dejar ir un amor tóxico, de esos que sabes que te lastiman pero quieres seguir teniendo contigo. Hasta que finalmente tomas algo de valor y entiendes que mereces algo mejor.

Ocho horas después, con maleta en mano, ya estaba pisando el suelo de la tierra del flamenco, esa que se convertiría en mi nuevo hogar. Por la que entré a través de los ojos de una parte de mi familia que hace 10 años también emigró y ahora me recibe con los brazos abiertos y los ojos llenos de felicidad y amor. Ojos que me decían: Bienvenida a tu nueva vida.

Hoy declaro que no quiero ser una estadística más, sino una venezolana que aprovechando una oportunidad no detuvo su vida ante el poder de unos pocos. Una venezolana que no tiene miedo de defender su tierra. Una venezolana que se desprendió de los brazos de su madre, para crecer, desarrollarse y algún día volver a abrazarla. Esta vez sin miedo.

S. Pérez
26 de mayo de 2016
16:56 pm.

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